Por Manuel
Araníbar Luna.
Luego de siete años de
fracasos, en este 2012 ya el once celeste había demostrado ser un equipo
formidable. El Loco Erick había heredado
por derecho propio el cintillo de capitán. Y lo merecía porque, sin que nadie
se lo ordenara, él solito -en todo lugar y a toda hora- se la había jugado por
el club declarando a los cuatro vientos su amor al equipo que lo formó,
enfrentándose a las barras enemigas y a la prensa no adicta que lo habían
agarrado de punto.
Los cusqueños…
El Garcilaso tenía lo suyo. Su plantilla tenía como
base a Diego Carranza; Jhoel Herrera, Iván Camarino, Fernando Alloco, Iván
Santillán; Carlos Flores, Edson Uribe (hijo de Julio César), Eduardo Uribe, el
asquerosamente recordado Fabio ‘Pitu’ Ramos; Ramón ‘el Ratón’ Rodríguez y Andy
Pando que a la postre terminaría como goleador del campeonato.
Peleaban la final por méritos propios. Hay que reconocer que tenían lo suyo. Llegaban
con una racha de 80 partidos sin perder en su cancha cusqueña. Un equipo bien
armado con el goleador del campeonato a quien una dirigencia de mentalidad feudal lo echaría antes de la final.
Su estrategia como local era el juego vertical a
gran velocidad con la que ahogaban a los rivales; buenos armadores que jugaban
al bombazo para que la aprovechen los cabeceadores. El resto era su otro gran
aliado, la altura.
La reingeniería de Mosquera…
El equipo de La Florida estaba en su punto y cada
uno en el puesto que Mosquera había adaptado para ellos. En la defensa, Advíncula era una pantera por
la derecha. En la banda del frente, Yoshimar era la cerbatana que aguijoneaba con sus
proyecciones. Los centrales, Ayr y Chaski aportaban su experiencia. El Flaco
Delgado era el recambio obligado por ser multifuncional. Es bueno resaltar que
en ese 2012, a pedido de Mosquera, el club había hecho un inesperado jale: Piki.
Inesperado porque en su anterior equipo había sido volante armador por derecha.
Mosquera, con ojo clínico, lo había puesto de contención, y no se equivocó.
Transformó a Piki en un todoterreno, un peoncito incansable que las peleaba
todas con suficiente fuelle como para jugar dos partidos seguidos.
Lo mismo
había hecho con Advíncula, quien empezaba como centro delantero y luego volante por derecha. Mosquera, pese
a la resistencia de Ussaín, lo acomodó como marcador derecho. A Junior Ross que
venía de una mediocre campaña bajo la tutela de Reinoso, Mosquera – tras extensas
charlas motivadoras- lo transformó en el mejor contragolpista del campeonato por ambas bandas, con un buen dominio de los remates con ambos pies, llegando a ser el autor de los goles del
triunfo en los dos playoffs.
Tres cráneos…
En la línea creativa destacaban tres cráneos, tres
artistas, Pincel, Loba y Burrito, quienes, aunque muy pocas veces entraban
juntos a la cancha, la tocaban en corto, repartían en profundidad o inventaban
las jugadas que se les ocurrieran en el momento. La delantera era una
ametralladora que llenaba de huecos los arcos rivales. Junior Ross, Irven Ávila
y Rengifo eran tres diablos que llegaban a puro tranco a las aéreas contrarias,
hacían goles de todo tipo y desde cualquier distancia, de remate largo, de
cabeza o con toque suave a lo Romario.
Ya se había hecho costumbre que todos los contrarios
que enfrentaban a los cerveceros se apretujaban en su área como pasajeros en el
metropolitano, pero Mosquera tenía muchas variantes, los hacía jugar en paredes
chiquitas de callejón angosto con recovecos y pelota de trapo y, tal y como se
jugaba cuarenta años antes, con el estilo de fulbito que había impuesto el tío
Didí. Con ello los sacaban del cuadro, destroncaban cinturas, buscaban faltas y
lograban tiros libres.
Por los resultados de la campaña de ese año, se les tenía
confianza porque el equipo ya estaba bien armado. El cuerpo técnico había
planificado una aclimatación de diez días con anterioridad al partido, importantísimo
detalle que jamás se le había ocurrido a ningún técnico en el Perú.
Las tretas de
los locales…
Los locales temían a los celestes. Se intuía que
iban a utilizar mil y una argucias para ganar el partido en su cancha.
Uno de sus dirigentes empezó la guerra, primero tratando de apropiarse del slogan "La Máquina Celeste" acuñado en los noventas. Luego, por su nerviosismo, en los días previos continuó con insultos y comentarios altisonantes para tratar de amedrentar al equipo celeste. ¿A quién quería trabajar al susto? ¿Al equipo celeste que había parado pleito en La Bombonera?
Por su parte, ¿qué
había hecho su DT? Ordenó desde una semana antes que no se cortara el pasto para
dejarlo lleno de champas. Sabiendo cómo eran de venenosos los contragolpes de
Ross y Ávila mandó empapar algunos sectores del campo, especialmente las bandas.
Tenía asimismo como aliados la altura del Cusco y el público adverso, sin embargo,
estos trucos no intimidaron a los rimenses que tenían el pellejo curtido de mil batallas en todos los terrenos. (CONTINUARÁ)
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