Por Manuel Araníbar
Luna
Aún hay quienes confunden el
cielo con la tierra, a demonios con ángeles, a soldados con obreros. No distinguen
entre cavar una fosa y construir un
balcón, escribir música o llenar cheques,
pintar un mural o resanar una pared, esculpir una lápida o esconderse detrás de
ella. Y finalmente, no saben diferenciar entre hacer la guerra y jugar fútbol. Entre estos podemos
identificar algunos técnicos.
Nos
llevamos un chasco quienes crecimos amando el futbol atildado (que somos ya una
especie en extinción), admirando la linda pared pintada con obras de Rivera y Siqueiros,
deleitándonos con las espectaculares jugadas de Pelé, Ronaldinho, Maradona y
Messi. Cándidos e ilusionados, esperábamos
ver un mano a mano entre artistas, una controversia tal como acostumbran a
enfrentar los decimistas cubanos y los
payadores repentistas, esos genios que a
una frase responden con un ingenioso verso, tal como los magos sacan un conejo del
sombrero de tarro.
San Martín y Remedios
la bella…
Pero
la ilusión se difuminó, y hoy queremos que nos devuelvan la mitad del importe
de los boletos porque esperábamos ver a
dos magos pero sólo pudimos ver el show de sólo uno, un inventor llamado Neymar
que sacó conejos de la manga y pañuelos auriverdes del botín, que infló las
redes con palomas blancas y supo leer lo que decía la bola de cristal, que destrozó cinturas y alborotó celadores,
que construyó lo imposible e inventó lo inimaginable, que bailó samba levitando
como un pas de deux de San Martín de
Porras y Remedios la Bella. Y es que la mitad del show correspondiente a Argentina
la canceló el Patón (o quizás los jugadores albicelestes).
Un inofensivo pionono…
Conocemos
como juega el Patón. Siempre con total independencia, a su libre albedrío, sin
que nadie le lea la mano ni le dicte el silabario porque el Edgardo conoce el
terreno que pisa. Pero en la selección gaucha, ¡mamma mía!, Patón vive
maniatado y obligado a cargar, como una cruz, la pesada roca de lograr que
todos jueguen para Messi sabiendo que este no es un Mesías que viene a
salvarlos del purgatorio. Y Messi está
cargando con otra cruz, tener que demostrarle a la afición argentina que es el
mejor jugador del mundo en la selección. Y, a su vez, la afición argentina carga la más inmensa cruz
de no poder demostrarle al mundo que el mejor mago del mundo nació en Rosario y
es el genio de la lámpara albiceleste con la camiseta 10.
Lo que parece que no
se dan cuenta los argentinos es que, si bien Messi es el mejor jugador del
mundo en un equipo profesional, no lo es en la selección. En el Barza es un irreverente
e imprevisible alfil que deja a los adversarios tiesos como palitroques pero
con la albiceleste es un peón más al que después de algunas actuaciones lo
consideran más que peón, un pionono. Un blandengue e inofensivo pionono.
Ni gil ni marioneta…
Porque
a nivel de selección muchos esperan que, porque en Europa es el rey, hay que
dejarle el camino listo para que convierta goles caminando de puntitas sobre una alfombra verde
ante las reverencias de los defensores contrarios hincados de rodillas. Sueños de
opio porque en una selección se juega con habilidad pero también con el corazón
en la mano, el cuchillo entre los dientes y la sagrada divisa empapada de sudor,
lo cual, por efecto dominó, es la pesada lacra de los argentinos. Y eso es lo
que aún no comprende Bauza. O no se lo quieren decir. Para nosotros sí lo sabe
y es que prefiere cobrar su sueldo puntualmente. Porque gil no es, y marioneta menos.
¿O sí?
Rambo 10...
Hoy
el amante del arte, el diletante, sigue confiando en que esto sólo fue una
falsa actuación, que el mago del sur estuvo indispuesto, que en la pantalla volverá
a salir el letrerito “inténtelo de nuevo”,
o “no toque su televisor, es sólo una
falla de transmisión”; que al showman que debió entrar a la cancha con el 10 a la espalda lo han cambiado con un doble de Hollywood. Y, como sabemos, los
gringos -acostumbrados al brusco football
americano y al beisbol- confunden el
fútbol con Rambo 10, donde el protagonista acaba con todos sin ayuda de nadie.
Lo
cierto es que hasta ahora en la platea el sufrido espectador, limonada y
papitas fritas en mano, se sigue preguntando, como los personajes de Chespirito, “¿Y ahora quién me devolverá el 50% de mi
boleto?”
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