Omar Dante Araníbar Díaz (1978
– 2005), fanático celeste desde siempre, escritor, ganador de juegos florales
sanmarquinos, en esta inolvidable obra narra dos triunfos simultáneos: el amor
de Vania y la obtención del titulo 2002 por el Sporting Cristal. Desde la tribuna de arriba, en las
buenas y en las malas, con la misma camiseta celeste con la que salió en
hombros, sigue despidiendo adrenalina con los bajopontinos junto a Alberto
Gallardo,el viejo Balerio, Gianfranco Espejo y la familia Bentín. Por algo
el cielo es celeste.
Dos Agujeros en la Celda.
Por
Omar Dante Araníbar Díaz.
Las
calles de Santa Beatriz están ahogadas de gente. Celestes. Cremas. Caminamos
por Petit Thouars esquivando bocinazos. Tú. Yo. ÉL. Como siempre. Bueno. Así
es. Qué puedo hacer, pienso. Allí está el Estadio. Oscuro. Agitado. ¿Las
entradas? ¿Trajeron sus entradas? Yo sí. Yo también. ¿Tú? Claro, acá está. Por
aquí todos son hinchas de la U, así que por favor, le digo a él, por favor
no hagas tonterías. Sí, sí, por favor dices tú. Nos echamos a buscar un lugar
donde descansar. Este clima es impredecible, pienso. Y caminamos los tres
juntos, otra vez. Claro, él siempre al medio ¿Estorbo? ¿Ayuda? No sé. Sólo sé
que no quiero que se vaya, me muero de miedo de estar a solas contigo. Y a la
vez quiero que desaparezca, para que me hables y me mires solamente a mí.
Oscurece. A lo lejos el sol se hace negro y aquí el viento nos sacude. ¿Acá
está bien? ¿Dónde? Acá, en el jardín de Industrial, donde estuvimos la semana
pasada. Bueno. Sí. Así que nos sentamos sobre el pasto helado y me provoca un
cigarro. Sólo tengo cincuenta céntimos. Qué importa. Estoy nervioso. Deme un
Montana, por favor. Gracias. Subimos las escaleras corriendo, como siempre se hace
cuando entras al estadio. La cancha: lo primero que vimos. ¿Y ahora dónde nos
sentamos? Y miramos hacia arriba, los tres al mismo tiempo, buscando un lugar
cómodo. ¿Por allá? No, está lleno. ¿Allá? No, muy cerca de la popular. Así que
subimos a oriente alta ¿Qué hora es? Cinco para los ocho. Ahorita deben salir a
la cancha. Bulla. Ahí está Bonnet. Ahí Julinho. Sale el campeón, sale el
campeón. ¿Y las gallinas? Gritan cuando sale Carranza. Silbamos. Insultamos.
Nos sentamos. Y otra vez él en el medio. Canta una de Sui Generis, le pido.
Entra, sos bienvenida a casa, etc. Y ahora una de Los Rodríguez, dices. No me
la sé, mejor me echo y que ellos sigan cantando, pienso. ¿Celos? No, él es mi
mejor amigo y ya le conté lo que siento por ella ¿Y ella? No sé. Siempre anda
con él, le celebra sus bromas y ahora están cantando. ¿Celos? No, no creo.
¿Celos? Sí, carajo, celos ¿Y? Me acuesto y la hierba puntiaguda me raspa el
cuello, la cabeza. Terminen de cantar de una vez, pienso.
Cierro los ojos. Empieza el partido. El pincel. Zegarra. Que par de apáticos. Tú eres, Julinho. O tú, Camellito. Se va la “U”. Se va la “U”. Cierro los dientes y bien. Erick la tapó. Que el equipo está jugando mal, que falta Pingo, que la volante no arma, que las gallinas siempre se nos crecen, decimos. La tiene el cholito y su pase encontró a un desconocido que pateó y la hizo entrar. Silencio. Norte estalla. El que no salta es un pavo de Cristal, gritan. Te miro hacer tu boquita como sólo tú la sabes hacer cuando estás molesta. Cómo nos van a ganar. Y con esa barrita, dices, frunciendo el ceño, cerrando tus manos sudorosas que muero por tocar. No se me caigan, esto recién empieza, pienso. La Bala corre por su lado. La para. Centra. Mano. Penal. Saltas. Gritas. Te alegras. Yo y él, igual. ¿Quién va? Bonnet. El pelado nunca nos falla, digo. Y se para. Y corre. Y patea. No, pelado. ¿Por qué justo hoy nos haces esto? El que no salta es un pavo de Cristal. Tengo ganas de orinar. El frío. Los nervios. El baño de Biología está cerrado, así que me voy por al frente, está oscuro. Veo a lo lejos sus siluetas agazapadas junto a un arbusto esquelético. Camino hacia ustedes y los veo echados, con los ojos cerrados. ¿Me echo a tu lado? Sí, me echo. Y por primera vez en mucho tiempo escucho como respiras, veo tu cabello confundirse con la hierba. Miro al suelo, escupo y maldigo. ¿Por qué siempre nos pasa esto con las gallinas? Tú has ido al baño porque ha terminado el primer tiempo. Él y yo conversamos. La verdad, no lo escucho. Sólo pienso en ti y en tu polito celeste. Pequeñito. De tu tamaño. Pegadito a tu cuerpo. Y vuelves. El baño está cerrado, dices. Pobrecita, pienso. Te las tendrás que aguantar, digo. Y río. Te sonrío. Pero tú andas más preocupada en encontrar un baño. Tan preocupada que no me miras. Bueno, en el segundo tiempo le volteamos el partido, digo. Y empezamos a fumar uno, dos, tres cigarros. Uno cada uno. Tengo frío, dices. Y supongo atribulada la piel de tus hombros. No es la primera vez que tengo ganas de abrigarte. ¿Recuerdas cuando íbamos al parque de junto al gimnasio? Toma mi chompa. Y tú ¿No tienes frío? No, digo, autosuficiente, mientras se me congelan los huesos. Mi chompa ya está calentándote los brazos y la brisa de primavera hace todo lo contrario con los míos. Cierras los ojos. Duermo, pienso. Como siempre, despertarás muy de noche, te refregarás los ojos y caminaremos los tres hasta La Mar, a que tomes tu micro. Y no te veré hasta mañana, al mediodía. Escondo los brazos dentro del polo y me echo junto a ti en el preciso instante en el que decides darme la espalda. Cuando arranca el segundo tiempo ya no está Julinho. Más bien lo veo al chiquillo Rodríguez ahí, pegado al Cholito. Y la pelota se enreda una y otra vez en chimpunes, medias, piernas. La “U” ya se cansó, digo, se han tirado atrás. ¿Tú? Has puesto a descansar el rostro en las palmas de tus manos. El tiempo pasa y a nadie le da la gana de hacerla entrar al arco de Ibáñez. Pero te levantas y te vas. ¿Dónde? Al baño, dices. Él está cubierto por la envoltura de la guitarra. Tibio. Ahí vuelves, luego de unos minutos. Y antes de que alguien lo note acorto el espacio que nos separa a mí y a él para hacerlo más estrecho, a la medida de tu cuerpo. Ojalá te animes. Ven, échate aquí en el medio, dice él. Tú dudas. No quieres, creo. Pero ahí vienes. Y ya estás protegida por nuestros cuerpos, bocarriba. El cielo violeta es lo único que ven mis ojos, que, además, son los únicos abiertos. ¿Y tú? Dormida. O con sueño. Pero lejos, muy lejos de mí. Voy a orinar, digo. Molesto. Intranquilo. Enredado. Corner de La bala y agarra Ibáñez. Saca. A Paolo, a Paolo. El Charapa ya oyó y no deja que Paolo la toque. Bien
Charapa. Zegarra se la quita y la mete con comba, al charco de cabezas. Una la empuja. Pelota y red juntas. El Camello circunda el arco con los brazos encogidos y la boca bien abierta. Su gol. Nos abrazamos después de mucho tiempo, pero, lástima, no estamos solos. Hay veinticinco mil personas rodeándonos. Y uno de ellos estrangula nuestro abrazo, que tuvo que ser más abierto de lo que yo quería. A saltar. El que no salta: una gallina. Te mueves. Me muevo. Se mueve. Gritamos. Saltamos sobre las bancas de madera apolillada. Vuelvo cansado. Cabizbajo. Me siento sobre el césped junto a ti, te doy la espalda ¿Pensando en qué? En todo y en nada al mismo tiempo. Tu voz pronuncia mi nombre ¿Qué? No, no tengo frío. Tú sí debes tener, porque has encogido tus piernas hasta hacerlas rozar con mi cintura. Debe ser el frío, pienso. Gracias frío, pienso. Me estás tocando. Volteo a ver mi mochila que hace de almohada y aplasto mi nuca contra ella. Ahora sí que estamos cerca. Tus ojitos descansan detrás de tus anteojos, que recogen el brillo de los faros de la universidad. Tu mano, la derecha, dista poquísimo de mi rostro. ¿Me acerco? No, pero por lo menos te acaricio la mano con la piel de mi cara, pienso. Mi pecho explota al sentir ese pedacito frío de piel que cumbre tu dedo. De ahí para adelante no pasó casi nada. Ah, verdad. El pelado se la perdió solito, no es tu noche, pelado. Nada más. El árbitro coge la pelota y todo termina. ¿Campeonamos? No sé. ¿Campeonamos? No sé. ¿Campeonamos? No, el de Alianza no termina, dice un tipo con audífonos, faltan cinco. A sufrir. Cigarros. Cigarros. ¿Dónde están los que venden cigarros? Deme tres. Uno para ti, otro para ti y el otro para ti. ¿Por qué el tiempo se hace tan espinoso? Porque no es el tiempo real, es nuestro propio tiempo. El aire se atropella dentro de mi cuerpo. Mi garganta se seca hasta arder. Es que nuestros rostros no habían estado así de cerca desde hace mucho. Él se levanta, nos mira, hace puchero. Suspira. Que tiernos, dice con voz aflautada. No escucha, felizmente, las maldiciones de mi mente. Se vuelve a acostar. Algo dice, no recuerdo. Pero lo mejor que hace es volver a echarse, a cerrar los párpados y a meterse dentro de su abrigo. El sofocón me hizo separar de ti, de tu mano. ¿Me vuelvo a acercar? Pienso. No sé, que pase un ratito. ¿Cuánto falta? Uno. Menos, no falta nada, ya son cinco minutos. ¿El tiempo adicionado? Siete minutos. Insultamos a Hidalgo. Los jugadores corren y se hunden en el camarín. Un matorral de fotógrafos cubre los ruegos de Erick y del Camellito. Las gallinas se van, no nos quieren ver campeones. ¿Campeones? ¿Cuántos faltan? Todavía cinco. Cigarros, más cigarros. Tú, yo, él y varios más rodeamos al tipo de los audífonos. ¿Ya? Nos muestra la palma de la mano abierta. No, todavía no. El humo me aprieta la garganta, pero ni por eso dejo de aspirar. Sí, me digo, quiero que me acaricie, quiero acariciarla. Y nuevamente recuesto mi sien sobre tu dedo. Y la empiezo a mover despacito. Esto ya es bastante, es demasiado. Mis piernas se agitan cuando siento otro poquito de tu piel. ¿Se mueve? No, yo soy el que me muevo. Y así va aumentando el movimiento. ¿Tú? ¿Yo? Creo que los dos. Y así va creciendo tu piel ¿Un dedo? ¿Dos? No, ya son más. Y el movimiento se hace débil. Ya. Ya son siete, grito. Nada, no lo quiere terminar. Estoy a punto de ver por primera vez a mi equipo campeón. Claro, en el estadio, la última vez los vi por tele. El día del Tri. La bronca con las gallinas. Año mil novecientos noventa y seis. Hace seis años. Caminas sobre tu sitio. Te muerdes un dedo. ¿Sufres? No, sufrimos todos. Que lo termine, que lo termine, grita él, como si lo fueran a
escuchar. Que bello es sentir tus caricias. Más bello aún es mirarte. Y más aún ver cómo me miras, cómo nos miramos. Ese segundo se nubla en mi mente. No puedo liberar los brazos de dentro de mi polo, para abrazarte, cómo tú lo haces ¿Beso? ¿Mordisco? No, eso y más, mucho más. Eres tú, es tu boca la que se acercó a la mía y la calentó, la humedeció. Ahora sí tengo los brazos libres. Y luego te atrapo para no dejar que te vayas, para que el beso no termine. Un chorro de gente sale del camarín con los brazos arriba. Terminó, grita el de los audífonos. Y los tres hicimos un tronco vibrante, retozante, ruidoso. Son seis años que esperamos para ver a la avalancha celeste correr la pista atlética del estadio. Y ya lo ven, y ya lo ven, somos campeones otra vez. Pensé que no te volvería a besar, es lo primero que dices. Hacía cuánto tiempo esperaba este momento, pienso ¿seis meses? No ¿Un año? ¿Dos? No ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte? Un poquito más. Ah, ya sé. Veinticuatro años, dos meses y unos cuantos días más, pienso.
Cierro los ojos. Empieza el partido. El pincel. Zegarra. Que par de apáticos. Tú eres, Julinho. O tú, Camellito. Se va la “U”. Se va la “U”. Cierro los dientes y bien. Erick la tapó. Que el equipo está jugando mal, que falta Pingo, que la volante no arma, que las gallinas siempre se nos crecen, decimos. La tiene el cholito y su pase encontró a un desconocido que pateó y la hizo entrar. Silencio. Norte estalla. El que no salta es un pavo de Cristal, gritan. Te miro hacer tu boquita como sólo tú la sabes hacer cuando estás molesta. Cómo nos van a ganar. Y con esa barrita, dices, frunciendo el ceño, cerrando tus manos sudorosas que muero por tocar. No se me caigan, esto recién empieza, pienso. La Bala corre por su lado. La para. Centra. Mano. Penal. Saltas. Gritas. Te alegras. Yo y él, igual. ¿Quién va? Bonnet. El pelado nunca nos falla, digo. Y se para. Y corre. Y patea. No, pelado. ¿Por qué justo hoy nos haces esto? El que no salta es un pavo de Cristal. Tengo ganas de orinar. El frío. Los nervios. El baño de Biología está cerrado, así que me voy por al frente, está oscuro. Veo a lo lejos sus siluetas agazapadas junto a un arbusto esquelético. Camino hacia ustedes y los veo echados, con los ojos cerrados. ¿Me echo a tu lado? Sí, me echo. Y por primera vez en mucho tiempo escucho como respiras, veo tu cabello confundirse con la hierba. Miro al suelo, escupo y maldigo. ¿Por qué siempre nos pasa esto con las gallinas? Tú has ido al baño porque ha terminado el primer tiempo. Él y yo conversamos. La verdad, no lo escucho. Sólo pienso en ti y en tu polito celeste. Pequeñito. De tu tamaño. Pegadito a tu cuerpo. Y vuelves. El baño está cerrado, dices. Pobrecita, pienso. Te las tendrás que aguantar, digo. Y río. Te sonrío. Pero tú andas más preocupada en encontrar un baño. Tan preocupada que no me miras. Bueno, en el segundo tiempo le volteamos el partido, digo. Y empezamos a fumar uno, dos, tres cigarros. Uno cada uno. Tengo frío, dices. Y supongo atribulada la piel de tus hombros. No es la primera vez que tengo ganas de abrigarte. ¿Recuerdas cuando íbamos al parque de junto al gimnasio? Toma mi chompa. Y tú ¿No tienes frío? No, digo, autosuficiente, mientras se me congelan los huesos. Mi chompa ya está calentándote los brazos y la brisa de primavera hace todo lo contrario con los míos. Cierras los ojos. Duermo, pienso. Como siempre, despertarás muy de noche, te refregarás los ojos y caminaremos los tres hasta La Mar, a que tomes tu micro. Y no te veré hasta mañana, al mediodía. Escondo los brazos dentro del polo y me echo junto a ti en el preciso instante en el que decides darme la espalda. Cuando arranca el segundo tiempo ya no está Julinho. Más bien lo veo al chiquillo Rodríguez ahí, pegado al Cholito. Y la pelota se enreda una y otra vez en chimpunes, medias, piernas. La “U” ya se cansó, digo, se han tirado atrás. ¿Tú? Has puesto a descansar el rostro en las palmas de tus manos. El tiempo pasa y a nadie le da la gana de hacerla entrar al arco de Ibáñez. Pero te levantas y te vas. ¿Dónde? Al baño, dices. Él está cubierto por la envoltura de la guitarra. Tibio. Ahí vuelves, luego de unos minutos. Y antes de que alguien lo note acorto el espacio que nos separa a mí y a él para hacerlo más estrecho, a la medida de tu cuerpo. Ojalá te animes. Ven, échate aquí en el medio, dice él. Tú dudas. No quieres, creo. Pero ahí vienes. Y ya estás protegida por nuestros cuerpos, bocarriba. El cielo violeta es lo único que ven mis ojos, que, además, son los únicos abiertos. ¿Y tú? Dormida. O con sueño. Pero lejos, muy lejos de mí. Voy a orinar, digo. Molesto. Intranquilo. Enredado. Corner de La bala y agarra Ibáñez. Saca. A Paolo, a Paolo. El Charapa ya oyó y no deja que Paolo la toque. Bien
Charapa. Zegarra se la quita y la mete con comba, al charco de cabezas. Una la empuja. Pelota y red juntas. El Camello circunda el arco con los brazos encogidos y la boca bien abierta. Su gol. Nos abrazamos después de mucho tiempo, pero, lástima, no estamos solos. Hay veinticinco mil personas rodeándonos. Y uno de ellos estrangula nuestro abrazo, que tuvo que ser más abierto de lo que yo quería. A saltar. El que no salta: una gallina. Te mueves. Me muevo. Se mueve. Gritamos. Saltamos sobre las bancas de madera apolillada. Vuelvo cansado. Cabizbajo. Me siento sobre el césped junto a ti, te doy la espalda ¿Pensando en qué? En todo y en nada al mismo tiempo. Tu voz pronuncia mi nombre ¿Qué? No, no tengo frío. Tú sí debes tener, porque has encogido tus piernas hasta hacerlas rozar con mi cintura. Debe ser el frío, pienso. Gracias frío, pienso. Me estás tocando. Volteo a ver mi mochila que hace de almohada y aplasto mi nuca contra ella. Ahora sí que estamos cerca. Tus ojitos descansan detrás de tus anteojos, que recogen el brillo de los faros de la universidad. Tu mano, la derecha, dista poquísimo de mi rostro. ¿Me acerco? No, pero por lo menos te acaricio la mano con la piel de mi cara, pienso. Mi pecho explota al sentir ese pedacito frío de piel que cumbre tu dedo. De ahí para adelante no pasó casi nada. Ah, verdad. El pelado se la perdió solito, no es tu noche, pelado. Nada más. El árbitro coge la pelota y todo termina. ¿Campeonamos? No sé. ¿Campeonamos? No sé. ¿Campeonamos? No, el de Alianza no termina, dice un tipo con audífonos, faltan cinco. A sufrir. Cigarros. Cigarros. ¿Dónde están los que venden cigarros? Deme tres. Uno para ti, otro para ti y el otro para ti. ¿Por qué el tiempo se hace tan espinoso? Porque no es el tiempo real, es nuestro propio tiempo. El aire se atropella dentro de mi cuerpo. Mi garganta se seca hasta arder. Es que nuestros rostros no habían estado así de cerca desde hace mucho. Él se levanta, nos mira, hace puchero. Suspira. Que tiernos, dice con voz aflautada. No escucha, felizmente, las maldiciones de mi mente. Se vuelve a acostar. Algo dice, no recuerdo. Pero lo mejor que hace es volver a echarse, a cerrar los párpados y a meterse dentro de su abrigo. El sofocón me hizo separar de ti, de tu mano. ¿Me vuelvo a acercar? Pienso. No sé, que pase un ratito. ¿Cuánto falta? Uno. Menos, no falta nada, ya son cinco minutos. ¿El tiempo adicionado? Siete minutos. Insultamos a Hidalgo. Los jugadores corren y se hunden en el camarín. Un matorral de fotógrafos cubre los ruegos de Erick y del Camellito. Las gallinas se van, no nos quieren ver campeones. ¿Campeones? ¿Cuántos faltan? Todavía cinco. Cigarros, más cigarros. Tú, yo, él y varios más rodeamos al tipo de los audífonos. ¿Ya? Nos muestra la palma de la mano abierta. No, todavía no. El humo me aprieta la garganta, pero ni por eso dejo de aspirar. Sí, me digo, quiero que me acaricie, quiero acariciarla. Y nuevamente recuesto mi sien sobre tu dedo. Y la empiezo a mover despacito. Esto ya es bastante, es demasiado. Mis piernas se agitan cuando siento otro poquito de tu piel. ¿Se mueve? No, yo soy el que me muevo. Y así va aumentando el movimiento. ¿Tú? ¿Yo? Creo que los dos. Y así va creciendo tu piel ¿Un dedo? ¿Dos? No, ya son más. Y el movimiento se hace débil. Ya. Ya son siete, grito. Nada, no lo quiere terminar. Estoy a punto de ver por primera vez a mi equipo campeón. Claro, en el estadio, la última vez los vi por tele. El día del Tri. La bronca con las gallinas. Año mil novecientos noventa y seis. Hace seis años. Caminas sobre tu sitio. Te muerdes un dedo. ¿Sufres? No, sufrimos todos. Que lo termine, que lo termine, grita él, como si lo fueran a
escuchar. Que bello es sentir tus caricias. Más bello aún es mirarte. Y más aún ver cómo me miras, cómo nos miramos. Ese segundo se nubla en mi mente. No puedo liberar los brazos de dentro de mi polo, para abrazarte, cómo tú lo haces ¿Beso? ¿Mordisco? No, eso y más, mucho más. Eres tú, es tu boca la que se acercó a la mía y la calentó, la humedeció. Ahora sí tengo los brazos libres. Y luego te atrapo para no dejar que te vayas, para que el beso no termine. Un chorro de gente sale del camarín con los brazos arriba. Terminó, grita el de los audífonos. Y los tres hicimos un tronco vibrante, retozante, ruidoso. Son seis años que esperamos para ver a la avalancha celeste correr la pista atlética del estadio. Y ya lo ven, y ya lo ven, somos campeones otra vez. Pensé que no te volvería a besar, es lo primero que dices. Hacía cuánto tiempo esperaba este momento, pienso ¿seis meses? No ¿Un año? ¿Dos? No ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte? Un poquito más. Ah, ya sé. Veinticuatro años, dos meses y unos cuantos días más, pienso.
Imaginé ser el YO, de esta historia, que esta de lo más hermosa. Saludos.
ResponderBorrarUN GRAN HOMENAJE PARA EL CAMPEONATO 2002 QUE ELS GANAMOS A LAS GAYINAS. LAMENTABLEMENTE SE TRUNCÓ LA CARRERA DE UN CRONISTA TAN BRILLANTE
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