Desde niño, Julio César tuvo una idea
fija, una obsesión: triunfar en base a su habilidad con la redonda.
Ese era el espolón que le hincaba las
costillas, que le acicateaba el alma
para empujarlo a ganar, porque sabía que tenía las armas para batirse a
duelo muchas veces solo contra un mundo hostil y racista. Pero esta obstinación
venia de la mano con otras figuritas del álbum: un ego tan descomunal que se le
escapaba por las mangas de su camiseta celeste y una autoestima que la llevaba
a la altura del techo como banderola con un tremendo título: “Voy a triunfar”.
Empeines con telepatía...
“Al saber le llaman suerte”, dice la letra de la salsa. Y esto no llama la atención en un país donde ciertos mermeleros condicionan los elogios al "cuánto hay" y crean corrientes de opinión. Lapidan al que más sabe y endiosan al que más paga. Y, como no podía ser de otro modo en este país donde la mediocridad se arrastra ante el prejuicio, unos cuantos periodistas acomplejados le regatearon méritos, lo atacaron comparándolo, no precisamente gratis, con jugadores consagrados de otros equipos.
“Al saber le llaman suerte”, dice la letra de la salsa. Y esto no llama la atención en un país donde ciertos mermeleros condicionan los elogios al "cuánto hay" y crean corrientes de opinión. Lapidan al que más sabe y endiosan al que más paga. Y, como no podía ser de otro modo en este país donde la mediocridad se arrastra ante el prejuicio, unos cuantos periodistas acomplejados le regatearon méritos, lo atacaron comparándolo, no precisamente gratis, con jugadores consagrados de otros equipos.
Pero Julio, como buen mago, tenía otro
as bajo las medias (y no precisamente un hueco), justo abajito de donde se
amarran los pasadores: un par de empeines que sorprendían con lo mejor de los
prestidigitadores, que tenían pensamiento propio y se comunicaban por
telepatía. Julio la escondía en un pie y la hacía aparecer en el otro, a vista
y (poca) paciencia de sus cancerberos de turno; dribleaba y definía con ambos
pies, dominaba a la rebelde pelota como amaestrador a tigresa.
Se la llevaba a la cama...
A Julio César, tempranamente, en su
edad de corcho, le gustaba jugar adelantado como cuña bien metida en el
espinazo de la línea defensiva contraria, aunque recostándose más por la
izquierda. Pero el diamantito todavía estaba crudo. Necesitaba un maestro que
supiera refinarlo, guiarlo, sacar a la luz sus mejores dotes, puesto que, de la
misma forma en que algunos son brutos
con diamante, Julio era un diamante en bruto a quien había que pulir, y además ponerlo en salmuera porque no
aceptaba consejos del entrenador ni del director del colegio, ni del Papa. Eso sí, asimiló algunas cosas de uno de sus primeros maestros, el gran Alberto
Gallardo: la vida sana y sin excesos, la persistencia, la diligencia, la
práctica constante, el olvidarse del público adverso y las puyas
malintencionadas. También le insistió y machacó incansablemente, sobre lo útil
que es jugar para el equipo. No obstante, como ocurre con las hembras
difíciles, una cosa es insistir y otra
es convencer.
Julio en su edad de piedra -cuando en el Sporting Cristal lo ascendieron a primer equipo con ese otro fuera de serie llamado Roberto Mosquera- creía que la lunareja que da botes, la hembra
fatal, la casquivana redonda, era sólo para él. Cada vez que le llegaba a sus
empeines se la llevaba enmarrocada hasta
el fondo de las mallas, como si temiera que se la fueran a comer las hormigas.
Y al final de los partidos se bañaba con ella y se la llevaba a la cama. Nos
referimos - claro está - a la pelota y no a ninguna flaca. Pero entonces llegó a la selección
peruana un tío de gorrita y un puchito que sólo se lo sacaba de la boca para
encender el siguiente.
EL TIO DEL PUCHITO
Antes de conocer al tío, sólo le
prestaba oídos al Jet Gallardo, pero sólo se los prestaba por un ratito nomás,
porque luego desconectaba los audífonos. Cuando llegó don Elba de Paula Lima,
el querido tío Tim, lo vio hacer filigranas, soltó el puchito, lo pidió para la
selección y luego encendió otro. Y tuvo un amago de incendio cuando vio que
Julio César era un amarrabolas que sólo se la entregaba a sus compañeros en los
entretiempos. Y se la cantó, como tenía que ser, en primera:
“Hey,
garoto, para tu santo te voy a regalar una pelotinha, pero ahora desata esa que
tienes amarrada al pie, levanta la cabeza y dásela al compañero que esté
suelto”.
Tim le abrió los ojos y las puertas
hacia la gloria. A pesar de la terca resistencia de Julio, el tío del puchito
lo encaminó a arrancar desde el ombligo del campo, a repartir y compartir la
pelota, a abrir panorama, a desmarcarse, a buscarla y no arrebatarse cuando se
la negaban, a no jugarla en pared con su espejo, a no sentirse super yo-yo. Y
sobre todo a no computarse el Centro de Recepciones “Julio César S. A.”
El show de Uribe en Montevideo...
El show de Uribe en Montevideo...
Luego de pulirlo y sacarle brillo, el
tío Tim pudo por fin mandarlo a la pelea
franca, no a la de mentiritas. Y el diamante en bruto se convirtió en el
Diamante Negro que triunfó en canchas de América y Europa. Pero su prueba de fuego
la aprobó con grado de excelencia en el Centenario de Montevideo, en las
eliminatorias para el Mundial de España 82. Máspoli era el DT de los charrúas y
conocía a los peloteros cholos.
- Aquí los vamos a ahogar – dijo don
Roque Gastón –. Muchachos, les metemos un par de patadas y nos los comemos en
asado.
Foto: Graderías Celestes |
Aquella tarde Uribe los puso de vuelta
y media; aplicó su fulbito en cancha grande e hizo paredes sin plomada ni
escuadra. Le salieron todas las huachas, las cucharitas, los tacos, las
pisadas. Y no contento con ello, en un rapto de inspiración inventó otras: el
paso de Chaplin, el del esqueleto, el de Michel Jackson y todos los del
merengue, el festejo y la salsa dura, coronando su actuación con un gol de
zurda. Y la selección peruana ganó 2 a 1. Fue un baile total en el cual todos
los jugadores peruanos limaron las garras de los troncos uruguayos que quedaron
sembrados hasta que echaron raíces y les brotaron ramas.
Entre los tres mejores de América...
Entre los tres mejores de América...
A Julio César se le ha acusado - y se
le sigue acusando - de muchas cosas, pero no se podrá negar que el Diamante
Negro figura en el cuadro de honor de los mejores número 10 con la divisa color
cielo del Sporting Cristal y de los seleccionados peruanos de todos los
tiempos, por sus triunfos resonantes aquí y en el extranjero.
Y para los envidiosos que aún siguen regateándole méritos, agarren esta flor: en la década de los ochenta fue considerado por la prensa internacional - léanlo
tres veces- entre los tres mejores jugadores de América, junto a Zico y
Maradona.
Uribe tuvo una clase como pocos en el futbol peruano. Pude ver ese partido contra Uruguay, extraordinario Uribe,una jugada llevando la pelota pegada al empeine, haciendo el recorrido que hace Messi hacia el centro cuando hace el remate, pero la diferencia está en qué la pelota está ahí en el empeine y no se la podian quitar los uruguayos, grandioso!
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