Escribe: Manuel Araníbar Luna
Desde
niño, Julio César tuvo una idea fija, una obsesión: triunfar en base a su
habilidad con la redonda. Pero esta obstinación venia de la mano con otra
figurita del álbum: Un deseo inmenso de alcanzar la gloria y su autoestima en
el pecho, una banderola con un tremendo título: “Voy a triunfar”.
Los empeines con telepatía.
"Al saber le llaman suerte", dice la
letra de la salsa. Esto no llama la atención en un país donde los mermeleros
condicionan los elogios al "cuánto hay", y crean corrientes de
opinión. Lapidan al que más sabe y endiosan al que más paga. Y, como no podía
ser de otro modo, en este país donde la mediocridad se arrastra ante el
prejuicio, unos cuantos periodistas acomplejados le regatearon méritos.
Pero Julio, como buen mago,
tenía otro as bajo las medias (y no precisamente un hueco), justo abajito de
donde se amarran los pasadores: un par de empeines que sorprendían con lo mejor
de los prestidigitadores, que tenían pensamiento propio y se comunicaban por
telepatía. Julio la escondía en un pie y la hacía aparecer en el otro, a vista
y (poca) paciencia de sus cancerberos de turno; dribleaba y definía con ambos
pies, dominaba a la rebelde pelota como amaestrador a tigresa.
Se bañaba con ella…
A Julio César,
tempranamente, en su edad de corcho, le gustaba jugar adelantado como cuña bien
metida en el espinazo de la línea defensiva contraria, aunque recostándose más
por la izquierda. Aún el diamantito estaba crudo. Necesitaba un maestro que
supiera refinarlo, guiarlo, sacar a la luz sus mejores dones. Mientras que algunos
son brutos con diamante, Julio era un diamante en bruto a quien había que pulir
y ponerlo en salmuera porque no aceptaba consejos del entrenador ni del
director del colegio, ni del Papa. Eso
sí, asimiló muchas enseñanzas de uno de sus primeros maestros, el gran Alberto
Gallardo: la vida sana y sin excesos, la persistencia, la diligencia, la
práctica constante, el olvidarse del público adverso y las puyas
malintencionadas. También le insistió y machacó incansablemente, sobre lo útil
que es jugar para el equipo. No obstante, como ocurre con las hembras
difíciles, una cosa es insistir y otra es convencer.
Julio creía que la lunareja
que da botes, la casquivana redonda, era sólo para él. Cada vez que le llegaba
a sus empeines se la llevaba enmarrocada
hasta el fondo de las mallas, como si temiera que se la fueran a comer
las hormigas. Y al final de los partidos se bañaba con ella y se la llevaba a
la cama. Nos referimos — claro está — a la pelota. En esos días llegó un DT
brasileño para encargarse de la selección, un maestro de cabello cano, gorrita
y un infaltable puchito en los labios.
El tío del Puchito…
En la historia de Julio
César Uribe hubo un antes y un después de Tim. Antes de conocer al tío Tim, Julio
César sólo le prestaba oídos al Maestro Alberto Gallardo, pero sólo se los
prestaba por un ratito nomás, porque luego desconectaba los audífonos. Cuando
llegó don Elba de Paula Lima, el querido tío Tim, lo vio hacer filigranas,
soltó el puchito, lo pidió para la selección y luego encendió otro, pero tuvo
un amago de incendio cuando vio que Julio César era amarrabolas. Sobre el pucho
le soltó la franca , como tenía que ser, en guan:
—¡Hey, garoto, para seu
santo eu vou dar—lhe uma bola, mais agora desate esa bola que você tienes
amarrado ao pies, levanta a cabeça e dálo ao companheiro que está cerca de
você!
Tim le abrió los ojos y las
puertas hacia la gloria. A pesar de la terca resistencia de Julio, el Tío del
Puchito lo encaminó a arrancar desde el ombligo del campo, a repartir y
compartir la pelota, a abrir panorama, a desmarcarse, a buscarla y no
arrebatarse cuando se la negaban, a no jugarla en pared con su espejo, a no
sentirse super yo—yo. Y sobre todo a no computarse el Centro de Recepciones Julio César S. A. Luego de pulirlo y sacarle
brillo, el tío Tim pudo por fin mandarlo a la pelea franca, no a la de
mentiritas.
Show de salsa y festejo en el Centenario…
El diamante en bruto se
convirtió en el Diamante con mayúsculas que triunfó en canchas de América y
Europa. Su prueba de fuego la absolvió con grado de excelencia en el Centenario
de Montevideo, en las clasificatorias para el Mundial de España 82. Ese estadio
era un hervidero de fanáticos orientales que imaginaban que su cuadro iba a
arrollar a los peruanos. Máspoli era el DT de los charrúas y conocía a los
peloteros cholos por haber entrenado aquí al Defensor Lima.
—Aquí los vamos a ahogar –dijo
don Roque Gastón –. Muchachos, les metemos un par de patadas y nos los comemos
en asado.
Pero en el Perú estaban
Chumpitaz, Cueto, Velásquez, Panadero, el chibolo Duarte, La Rosa, el Ciego
Oblitas. El team de Tim más que cuadro era un mural con la moral al tope, cuyos
integrantes estaban curados del susto.
Aquella tarde Uribe los puso
de vuelta y media; aplicó su fulbito en cancha grande e hizo paredes sin
plomada ni escuadra. Le salieron todas las huachas, las cucharitas, los tacos,
las pisadas. Y además inventó otras: el paso de Chaplin, el del esqueleto, el
de Michel Jackson y todos los del merengue, el festejo y la salsa dura,
coronando su actuación con un gol de zurda. La selección peruana ganó 2 a 1.
Fue un baile total en el cual todos los jugadores peruanos limaron las garras
de los troncos uruguayos que quedaron sembrados hasta que echaron raíces y les
brotaron ramas.
Entre los tres mejores de América…
A Julio César se le ha
acusado — y se le sigue acusando — de muchas cosas: de terco, de caprichoso, etc. (añada los
etcéteras que quiera), pero —por más que pataleen los envidiosos de siempre— no
se podrá negar que el Diamante Negro figura en el cuadro de honor de los
mejores 10 con la divisa color cielo del Sporting Cristal, de los seleccionados
peruanos de todos los tiempos, y para no ser menos, en el cuadro de los tres
mejores jugadores de América al lado de Zico y Maradona. Casi nada.
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